martes, 14 de enero de 2025
A medida que me hago mayor, voy aprendiendo a rendirme, cada día con más frecuencia y con más cosas. Ya no insisto tanto con mis argumentos y dejo al tonto ser feliz en su tontería; no salto para alcanzar los lugares que me quedan muy altos, y si se avecina una tormenta, prefiero esperar a que pase. Vivo en perpetua parsimonia desde que noté que mucho de aquello que juzgaba tan importante en realidad no vale tanto la pena. Me he vuelto más sabio o quizá solo más lento. Al rendirme, voy renunciando de a poco a pequeñas instancias de la vida: la luz del sol, la brisa del campo, la tranquilidad de la naturaleza. Me he resignado a la urbe, como me he resignado a ser un ermitaño. En algún momento, decidí que nadie en esta ciudad era digno de ser mi amigo y que tampoco valía la pena desplazarse a otras ciudades para buscarlos. Desde entonces, mi único compañero de plática es el silencio, que no me quejo, pues presta especial atención a mis divagaciones. Una de esas instancias vitales a las que he renunciado ha sido el futuro, y al hacerlo me he visto desprovisto de metas y, por ende, de significado. Cuando la vida pierde el significado, más cosas dejan de valer tanto la pena y acabo rindiéndome o renunciando a ellas. Los espacios a los que tengo acceso se vuelven más escasos y cerrados, y estoy bien con ello. Hoy me rendí conmigo y, por ende, he renunciado a vivir.